Tal y como comenté ayer, aquí os dejo el primer capítulo del relato de terror que iré subiendo, por partes, cada semana. ¡Bienvenidos a la funeraria Armesto! 🙂
El sonido le remueve las tripas, y es porque viene del interior del ataúd. Al principio, parece una especie de susurro, pero lo peor ha sido la breve carcajada intermitente, tan profunda que casi ha quedado muda por la madera. Lo que le aterra no es que un supuesto cadáver se levante (ya pasó en el 47, y en otras ocasiones también… ¡maldita catalepsia!), sino que sabe, a ciencia cierta, que la caja está vacía.
Duda si la mejor opción sería largarse de la casa o guarecerse en su dormitorio, en la primera planta. Al final, un impulso ilógico lo obliga a seguir allí plantado, bajo la escasa luz de la lámpara del escritorio.
Un nuevo rumor, como si rascasen el interior con dos raspadas rápidas y una muy lenta, le eriza el vello. Entonces, no sin temblor en las piernas, se levanta de la silla con la intención de averiguar quién está ahí. Gira la llave de la luz; la bombilla desnuda del techo no reacciona.
«Maldita sea mi suerte», maldice, tomando una linterna de latón desportillada.
—¿Quién anda ahí? —dice, sin reconocer su propia voz. Nota la boca pastosa, la lengua rebozada en arena—. Sal, si no quieres que te muela a palos.
Ni una respuesta, excepto la risa que se solapa con otra infantil, ambas desde el mismo ataúd. Este se encuentra a no más de cuatro metros de él, pero lo percibe como a cien, y no sólo eso: a cada paso errático que da, el féretro parece alejarse dos.
Se detiene para coger un atizador, cuya aspereza fría no le aporta ninguna seguridad.
—¡He dicho que salgas o te daré la tunda que no te han propinado en casa!
Dos nuevos arañazos. Engancha la linterna con los dientes por el asa de alambre. Alza los dedos de la mano liberada y los posa, apenas unos segundos, en la madera. Está caliente y emite una breve vibración. Ahora los pasa por su mandíbula, retirando la saliva que le ha salido junto a un insulto, con la dentadura prieta en el metal. No sabe qué pasa, pero, como arda la caja, no quiere pensar en el destrozo que puede hacer en su hogar, y menos en la ruina que le supondrá.
Decidido, armado de un valor ficticio, agarra la tapa y la empuja con fuerza, cayendo al suelo con un estruendo, al que se une el de la barra, que se le ha escapado de la mano al taparse la nariz. Al menos, la linterna sigue amarrada por los escasos dientes que le quedan.
El interior está vacío. Lo que sí permanece en su interior es una pestilencia, putrefacta y azufrada, sin cuerpo ni objeto alguno al que pertenezca.
«Cobarde».
La voz ha sonado a su espalda, robándole un brinco y un año entero de vida. El corazón es ahora lo único que captan sus oídos. Se agacha para recuperar el atizador, volviéndose con éste en alto para golpear sólo aire.
Contiene el llanto que amenaza por salir al revelarse ante él la habitación vacía, excepto por los otros ataúdes, bañados en sombras y oscuridad, y el escritorio mal iluminado. Y así se queda, sin darse cuenta que una mano cérea, de uñas largas y rotas, surge del féretro, como un depredador acechando a su presa desde la hierba alta, muy despacio, lista para atraparle por el cuello.