Después del incidente en la funeraria Armesto, hoy llega el capítulo dos de este. Espero que lo disfrutéis 😉
Nando asegura la mochila entre las piernas y bajo el asiento. Aún no se cree que el cabrón de su jefe le haya dado el artículo a él en lugar de al lameculos de Pelayo. Está seguro a qué se debe: le tiene preparado algo mejor. Eso a él le da igual. Es la oportunidad que estaba esperando para despuntar, demostrar que tiene talento para el periodismo de investigación.
Conoce la mala fama de la casa Armesto por escritos que dejó su autor favorito, Moisés Ojea, quien desapareció del panorama literario, sin dejar rastro, hará unos diez años. Eso logra que su ilusión sea más próxima a la que tendría un niño al conocer en persona a su personaje de dibujos favorito.
Con los auriculares puestos y la playlist de jazz, que siempre lleva con él en sus viajes, a la hora de escribir, se prepara para un trayecto bien largo, y fructífero, espera. El jefe ha puesto excusas para no pagarle un billete de avión: «Piensa que podrás aprovechar el tiempo en el tren para ver cómo enfocar el artículo del modo más atractivo. Haz que sea impactante», le ha dicho, el muy rácano. Si esto le sale bien («¡Me va a salir bien!», se anima a sí mismo), tal vez sirva como empujón para largarse a una revista mejor, más seria, y que pague lo que se merece. Pero lo que realmente espera, lo que realmente ansía, es ser escritor. Por eso, aprecia momentos como ese, en los que puede echar mano a su cuaderno para retomar la novela que lleva casi dos años intentando concluir, pero que no ha logrado avanzar más que unos capítulos que componen la mitad de la trama.
—Disculpe.
«Maldita la sombra que…», empieza a maldecir para sí, alzando la vista de la página. Enmudece ante quien le ha interrumpido.
El hombre, que lo observa desde detrás de unas gafas de metal doradas, es impresionantemente alto; el cabello, perfectamente peinado a un lado, está a dos dedos de tocar el techo. El traje de tres piezas negro está confeccionado a medida para adaptarse a la extrema delgadez, así como la camisa, ajustada al cuello largo, donde se anuda una corbata de un azul intenso.
—El asiento —señala con un dedo esquelético y manicura cuidada—, ¿está ocupado?
—¿Qué?
El extraño alza las cejas, dirigiendo los ojos marrones, felinos, al lugar y, después, a él.
—No, claro, puede sentarse —reacciona con rapidez.
Deposita una bolsa gladstone de piel marrón en la repisa superior, que llega a la altura de su cara. Invade la butaca, dedicándole una sonrisa que le parece demasiado amplia para un rostro tan estrecho, de dientes grandes, blancos, perfectos, y cruza las piernas, con la punta del zapato reluciente apuntando al asiento de enfrente, que guarda unos pasos de distancia al suyo.
Un cuarto de hora más tarde, apenas ha logrado escribir tres líneas. No se le ocurre nada, y eso le cabrea y frustra a la vez. Si estuviese en el despacho de casa (en realidad, un trastero con un escritorio arrinconado por cajas), le gritaría a la libreta o le lanzaría unos dardos con la pistola Nerf que le gusta tener a mano. Página en blanco… Si no fuese un maltratado en su trabajo, eso no le ocurriría. Estar centrado en contentar al jefe… Cierra los ojos. Quizás, si hace unas respiraciones profundas, logre alejar el agobio y que llegué hasta él la inspiración.
—Yo no sería capaz.
La voz que antes le había interrumpido vuelve a hacer acto de presencia. El hombre alto mantiene la postura de piernas cruzadas, pero con las manos juntas y la punta de los dedos empujando el mentón afilado hacia arriba. Casi podría pensar que está imitándolo, con los párpados cerrados, las aletas de la nariz moviéndose al compás de la respiración.
—Me refiero a escribir con el tren en movimiento —aclara—. Bueno, quien dice tren, puede ser avión, coche…
—Cuestión de costumbre —responde, apretando los labio sen un gesto de clara molestia.
—No es sólo por el mareo. Me incomodaría no poder mantener la caligrafía. Además, los diversos olores, ruidos, la gente hablando…
«¿Lo dice en serio?», piensa, desviando la mirada hacia la ventana. Como ese tipo no cierre la bocaza, cogerá sus cosas y se cambiará de vagón. El tren va medio vacío, así que no habrá problema en encontrar un lugar sin nadie que quiera dar conversación sin que se lo hayan pedido.
Y es entonces cuando lo ve, en el reflejo del vidrio. Desde la hilera opuesta, alguien se ha asomado para mirarlo. Ante la falta de nitidez, parece sólo un niño con una gorra ancha, pero identifica los rasgos, porque los conoce bien: los mofletes desproporcionadamente inflados; los ojos redondos, carentes de cejas, pestañas y párpados, y la sonrisa de dientes equinos, más amplia que la del hombre que se sienta a su lado.
Nando se vuelve bruscamente, el corazón aporreándole el pecho. El vecino sigue hablando («La letra dice mucho de uno mismo. De ahí que no se pueda permitir…») y ni se percata de su reacción, echándose hacia adelante.
Los asientos del otro lado del pasillo están ocupados por una pareja de ancianos: él, dormitando; ella, trata de aclararse con su smartphone. Ningún crío entre, sobre o debajo de ellos.
Con un suspiro de alivio, se deja caer sobre el respaldo. Es imposible que él esté allí, es ilógico… Sin embargo, tres filas por delante, vuelve a ver la gorra, como esas de vendedor de periódicos de principios del siglo XX, a cuadros, cubriendo parte del cabello escaso rojizo, que deja a la vista partes de piel grisácea de la nuca. Entonces, ésta se alza por encima del reposacabezas. Rota despacio, mostrando, primero, la comisura tirante de la boca, la oreja deformada por un mordisco que ha cicatrizado, la sangre borrando el blanco del ojo. A medida que la cara se completa hacia él, Nando trata de echarse hacia atrás, hundiendo los dedos en los reposabrazos, la respiración agitada, obstruyendo la garganta.
«No es posible», trata de convencerse. «No existe».
Pero eso no es cierto. Sí existe: él lo creó.
En ese momento, el tren es engullido por un túnel, absorbiéndolo la oscuridad. Sólo queda un haz de luz deslumbrante hundido en la mirada del niño, quien la tiene fijada en el periodista.