Publicado en Relatos

Capítulo 3: Hierba

¿Qué le habrá pasado a Nando con el «niño sonriente»? Si sois de los que estáis siguiendo esta historia, hoy llega el capítulo 3 🙂

Nando contiene un grito ahogado. El cuaderno y uno de los auriculares permanecen en el suelo. El bolígrafo ha quedado atrapado entre los dedos; el otro auricular, en el oído. La mano del hombre alto, que está de pie, inclinado hacia él, le toca el antebrazo.

—Disculpe si le he asustado, pero pensé que debía despertarle —dice éste.

El niño sonriente no está varias filas delante, ni tampoco al lado. Un sueño. Eso es lo que ha pasado. Todo ha formado parte de una maldita pesadilla.

—No he querido ser cotilla —continúa—, pero vi el destino del billete que utiliza como marcapáginas de la libreta. Esta es la estación a la usted va.

«¿Ya? ¿Tanto he dormido?». El tren disminuye paulatinamente la velocidad, pero ha leído el nombre en el letrero previo al arcén. Tiene sólo unos minutos para recoger todo y abandonar el transporte.

El hombre alto se cala un sombrero de un rojo pardusco y, con su bolsa de viaje en la mano y echándose tres dedos al ala, se despide:

—Un placer haberle conocido, señor Martín. Seguro que volveremos a vernos.

«Pero ¿cómo sabe mi apellido?», cabila, viendo cómo se aleja por el pasillo. «Claro, en el billete de tren… Mierda, date prisa o te saltarás la parada», se apremia, recogiendo lo del suelo para encajarlo de cualquier manera en la mochila, la cual carga en el hombro y toma la trolley de la parte alta.

Quien ha sido su compañero de viaje ha desaparecido de la estación; tampoco está en la parada de autobús, una especie de porche de piedra. El transporte no tarda en llegar más de diez minutos, y, en otros treinta y cinco, tras eternas panorámicas de bosques y prados, vuelve a bajar, quedando sólo bajo un cielo encapotado. Y ahora, ¿qué camino debe tomar?

«¡Joder, joder, joder!», maldice, con el teléfono en alto. No tiene señal ni para hacer una mísera llamada a la pensión en la que tiene hecha la reserva. «Lo mejor será que empiece a caminar. Antes o después, encontraré a alguien o una casa. ¡Joder, comienzo con buen pie!». Con los primeros pasos, un trueno resuena en la lejanía, demasiado cercana para él, que suelta toda clase de improperios al pensar que la tormenta puede descargar en cualquier momento.

No recorre muchos metros cuando, por fin, se cruza con alguien. Una persona enlutada hurga en el poste de una cerca, agazapado y de espaldas a él. Pero no es alguien, sino algo: la cola lo ha delatado. El cansancio y una vista que empieza a empobrecer, junto con la ansiedad de estar desubicado, han generado una imagen errónea. Lo que allí está agachado es un perro negro de gran tamaño, y no trata de arreglar la estaca de madera: la muerde con furia, tratando de desenterrarla o de hacerla trizas, simplemente.

Alzando la maleta por el asa, listo para rezar para que el sonido de las ruedas en el asfalto no lo haya delatado, recula despacio, sin perderlo de vista. Pero el animal ha alzado una oreja en un gesto que podría resultar cómico; a Nando no se lo parece tanto. Menos aún al volver hacia él la cabeza enorme, los ojos encendidos por la rabia de ser importunado, el hocico retraído para lucir los dientes, alguno decorado con astillas.

«Quédate quieto», murmulla, continuando con su camino. Logra perderlo de vista al tomar la curva, justo cuando ha empezado el animal ha incorporarse. Es el momento de acelerar el paso, con un sudor frío que empieza a deslizarse por la espalda. Echa un vistazo hacia atrás, y está ahí, apareciendo con un ritmo pausado, la lengua colgada a un lado, entre la dentadura. Nando vuelve a tomar una posición hacia el animal; le suena que si le da la espalda, será más fácil que lo ataque. Lo que no está seguro es si debe mantenerle la mirada o, por el contrario, si eso lo provocará aún más.

«Por favor, que llegue alguien o el chucho se largue». Sabe que no se va a marchar. Otea a un lado y a otro… y a la derecha, abajo, oculta en la linde del bosque, vislumbra una casa. El problema es que lo separa de ésta unos veinte metros de dehesa sin segar.

Lo tiene decidido: debe llegar hasta allí. Abandona la maleta junto a uno de los postes de la cerca y lo escala, tratando de no clavarse ninguna de las púas de la alambrada baja; el perro sigue acercándose, estando ya a apenas tres metros. En cuanto los pies tocan la hierba, éste lanza un ladrido, que sirve para que Nando eche a correr.

Se deja llevar por la ligera pendiente para ganar velocidad; la mochila entorpece la carrera, pero no ha querido dejarla. La ropa le da igual, pero lo que lleva en ésta no. Mira atrás, con el corazón bombeando con violencia. La bestia está peleando para pasar por debajo del filamento inferior, sin embargo, es tan grande que no es difícil que algún espino de acero se clave en la carne. Eso lo hace respirar con alivio. La casa está mucho más próxima.

El reposo dura poco.

Los ladrido le avisan de que su perseguidor ha logrado su propósito y ya corre, restando metros y robando el aliento del hombre, que ha vuelto a apretar el ritmo, con la mochila bamboleando en la espalda. Echa un último vistazo para ver la hierba apartándose hacia él, como si eso en realidad fuese agua, y el can, un tiburón.

Y entonces, sin explicación, el animal se detiene. No lo entiende, porque ya lo tenía tan cerca que podía percibir su aliento rancio. Lo siguiente ha sido un alarido de dolor, repetido hasta en tres ocasiones. Una parte, la más curiosa, la de periodista, suplica que vaya a averiguar qué está pasando; la otra, la racional, miedosa, insiste en que siga. Hace caso a la segunda, al menos hasta dejar el prado y estar a apenas unas zancadas de la entrada de la vivienda.

El perro no emite ya sonido alguno, ni se ha movido. Pero algo más, oculto en la hierba alta, sí, y se dirige hacia Nando a una velocidad aún mucho mayor que la del otro cazador.

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