Han pasado unas semanas desde que subí el capítulo 3 de esta historia. Si leíste éste, tal vez recuerdes que Nando estaba siendo perseguido por un enorme perro, pero algo en la hierba alta se acababa interponiendo, tomando el relevo para dar caza a nuestro periodista. ¿Quieres saber qué le ha pasado? ¡Pues aquí llega el capítulo 4! 🙂
El talón del periodista, quien sigue reculando, tropieza con un tronco cortado y cae de culo sobre la tierra pedregosa. El surco abierto en la hierba sigue hacia él… y lo que surge lo deja con la boca abierta. «Menudo cagado», se autoflagela, sonriendo. Allí, a no más de un metro de sus pies, un conejo de pelaje marrón lo observa con ojos negros, brillantes y redondos. El animal mueve la nariz, pequeña y rosada; da un pequeño salto para acercársele.
El estruendo de una detonación lo pilla por sorpresa, encogiéndose con un alarido. La cabeza del conejo ha quedado reducida a un amasijo de carne, pelo, tierra y plomo. Sólo una oreja ha sobrevivido. El cañón de la escopeta humea en la mano de un hombre, quien ahora estudia a Nando con un ojo entrecerrado.
—¿Quién carallo eres?
—Se… se lo ha cargado —balbucea. Un ligero pitido se ha instalado en los oídos por unos segundos.
—Esas alimañas son peores que los lobos. —Le ofrece la mano—. Anda, levanta y pasa. Parece que hayas visto al demonio.
—Gracias, me irá bien.
El extraño, con el arma al hombro, agarra al cadáver por las patas traseras. La sangre deja un rastro en el suelo. Dentro, lo tira a un balde metálico. La cocina de leña está encendida, llenándolo todo de un intenso olor a madera quemada. Varias pieles cuelgan de una de las paredes. Son de zorro y lobo, o eso intuye, porque les falta la cabeza. Coge un par de vasos de una vitrina de madera verde y los deja sobre la piedra blanca de la encimera, llenándolos de una bebida translúcida, que está seguro que no es agua. Con un gesto de barbilla, le indica el banco de madera para que tome asiento.
—Tú no eres de por aquí —dice, dando un tiento—. Tienes pinta de señorito de ciudad.
—A ver, de ciudad sí, pero lo otro… Si apenas llego a final de mes.
—Pues lo pareces, con ese pañuelo en el cuello y los pantalones de pitiminí.
«No me ha costado ni treinta euros todo. ¿Cómo puede creer que soy pijo? Si viera a Pelayo, ¿qué opinaría? Ese sí que es marqués, el muy cabrón». Da un trago sin pararse ni a comprobar qué es esa bebida. Inmediatamente, en cuanto se desliza ésta por la lengua, una quemazón le recorre el gaznate, reaccionando con un ataque de tos y un estremecimiento que le ha hecho sacudir la cabeza.
—Venga, rapaz, que es de los suaves —sonríe el hombre, rellenando el vaso—. Por cierto, soy Ernesto Carreiro.
—Nando… —pronuncia con la voz rasgada por el orujo—. Nando Martín.
—Y ¿qué haces por aquí? Pinta de peregrino no tienes.
—Escapar de un perro.
—Más bien parecía un conejo. Perro no vi.
—Pues bien que he corrido. Un perrazo negro. He tenido que dejar la maleta en la carretera… ¡Mierda, la maleta!
—Tranquilo, que nadie te la roba. ¿Eres turista, entonces?
—Periodista.
—Otro que viene a escribir sobre el Camino de Santiago. —Un nuevo lingotazo cuela por su garganta—. Anda que no aburre ya el asunto.
—No, nada de eso. Estoy aquí para investigar la casa Armesto. ¿La conoce?
Carreiro no responde. Ha quedado mudo al instante. Los ojos han tomado una expresión entre desconfiada y hostil. Apura el aguardiente.
—Coge la maleta y regresa a tu vida de señorito de capital. No has perdido nada en este lugar.
—Pero…
—Es el consejo que te puedo dar. Ese sitio no tiene nada bueno.
—¿Podría explicarme…?
—¡No hay nada que explicar, coño! ¡Que te marches o…!
Calla, y esta vez es por otro motivo. Es apenas audible, pero un sonido amortiguado se ha impuesto. El hombre traga saliva copiosamente, llevando la mirada hacia el barreño. Un conejo blanco, tan grande como el que ha liquidado, tiene las patas delanteras apoyadas en éste. Vuelve la cabeza hacia ellos, los ojos brillantes, rojos como la sangre que ensucia el hocico, el cual se abre y cierra con una porción de carne entre los dientes.
Entonces grita. Y ese sonido estremece a Nando y a Ernesto, porque es un alarido terriblemente humano: el de un niño.