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El crimen de la Dalia Negra

Quince de enero de 1947. Las diez y media de la mañana, aproximadamente. Betty Bersinger, como todas las mañanas, da un paseo con su hija de tres años, a la que lleva en cochecito, por South Norton Avenue, perteneciente a los suburbios de Leimert Park, al suroeste de Los Ángeles.  Llega a un descampado situado entre Coliseum Street y 39 Street. En ese lugar debería de haberse alzado un edificio de pisos, pero la llegada de la II Guerra Mundial interrumpió su construcción. Entre la hierba alta, distingue una silueta humana blanquecina. Un enjambre de moscas zumba a su alrededor y sobre ésta. Se acerca a ver, curiosa, convencida de que es un maniquí, en especial por la disposición en la que se encuentra, separada por la mitad por la zona de la cintura.

El cadáver de una mujer joven, terriblemente mutilada, es lo que allí le aguarda, con una sonrisa cortándole la cara, y los ojos abiertos hacia el cielo despejado.

Aterrada, echa a correr con la niña para pedir ayuda, llamando a la casa más cercana, pero está vacía. Con la segunda tiene más suerte: pertenece a un médico, que no duda en permitir que entre y haga una llamada a la policía.

La escena del crimen

390

Una patrulla policial, tras recibir la llamada de una mujer alterada, acudió a la zona. Ésta, afectada por los nervios tras la horrible visión del cadáver de la joven, no se acordó de dar su nombre al denunciar el hallazgo, así que los agentes pensaban que se trataba de un 390, o lo que vendría ser lo mismo: el aviso falso de un posible borracho.

En el lugar, también se habían personado un grupo de periodistas, los cuales solían pinchar la frecuencia de la radio policial para acudir a las escenas que consideraban que podían proporcionar una buena noticia.

La escena era dantesca, con aquel cuerpo desnudo, mancillado, abandonado como un despojo sin valor en un trozo de tierra; las piernas, que habían sido separadas del tronco, abiertas, y los brazos alzados por encima de la cabeza, flexionados. Quedó rodeado enseguida por más agentes, periodistas y curiosos que entorpecerían la investigación y contaminarían el escenario del crimen.

Jane Doe

Como otros cadáveres femeninos sin identificar que llegaban al depósito forense, recibió el nombre provisional de Jane Doe Nº 1.

El cuerpo, según el informe de la autopsia, había sido seccionado por la mitad, sirviéndose como zona de disección el disco intervertebral de entre las vértebras lumbares segunda y tercera. Tenía signos de tortura, como diversos hematomas en cara y cuerpo, producidos por golpes, la nariz fracturada, así como marcas de quemaduras por cigarrillo. El rostro presentaba un corte de ocho centímetros que se iniciaba en las comisuras de la boca y ascendía hasta las orejas, lo que se conoce como sonrisa de Glasgow. Tanto en las muñecas como en los tobillos y cuello mostraba marcas de ligaduras, pero no de estrangulación. El pecho derecho había sido parcialmente seccionado, así como el pezón izquierdo. La vagina presentaba laceraciones externas, y en el interior, así como en el ano, alojaba fragmentos de piel, que podían tratarse de la porción de carne que se había cortado por encima de la rodilla izquierda.

El doctor Frederic Newbarr, el forense del distrito encargado de realizar la autopsia, dictaminó la muerte por hemorragia, unas veinticuatro horas antes de ser encontrada la joven. El cadáver había sido drenado en otro lugar al de la escena del crimen, y transportado, seguramente, hasta allí con un saco de cemento que se halló en el lugar. En el cuerpo también se encontraron, gracias al análisis realizado por el laboratorio del FBI, dos cerdas de fibra de palmera, que podían pertenecer a un cepillo de fregar de baja calidad, con el que habrían limpiado a la joven tras mutilarla. Lo que estaba claro es que aquel acto de violencia era una muestra de humillación y misoginia, y que quien lo había hecho tenía que estar familiarizado con la cirugía, por la precisión de los cortes.

¿Quién era Jane Doe?

Ante la falta de datos de la víctima, el director del diario sensacionalista “The Examiner”, colaborando con la policía (con la intención de poder obtener más información para su medio), propuso que ésta utilizara un aparato del que disponía, el Soundex, una especia de fax con el que poder enviar las huellas de aquella mujer a Washington y a la oficina del FBI.

El dieciséis de enero, sólo un día después del hallazgo del cadáver, el FBI disponía de las huellas. Tan sólo cincuenta y seis minutos después, encontraron dos coincidencias de huellas en su base de datos: la primera pertenecía a la base militar Camp Cooke, en Santa Bárbara, en donde esta chica había trabajado una temporada, desde enero de 1943; la segunda, correspondía a un arresto de la misma, también en Santa Bárbara, el veintitrés de septiembre de 1943, por beber siendo menor de edad. Así fue como se supo que Jane Doe Nº 1 era, en realidad, la joven de veintidós años Elizabeth Short.

Fotografía de la ficha policial de Elizabeth Short

El sueño de ser actriz

Nacida el veintinueve de julio de 1924, en Hyde Park, Boston, Massachusetts, Elizabeth Short era una de las cinco hijas de la irlandesa Phoebe Mae Sawyer. Su padre, Cleo Short, se marchó de casa en octubre de 1930, tras contraer una serie de deudas, fingiendo suicidio al aprovechar la Gran Depresión de 1929.

Años más tarde, en 1943, Cleo volvió a contactar con su familia, y, aunque Phoebe no quiso saber nada más de su exmarido, Elizabeth se fue a vivir con él a Vallejo, California, esperando poder retomar una relación y también alcanzar su sueño de ser actriz, al estar mucho más cerca de Hollywood, por lo que no tardaron en trasladarse ese mismo año a la ciudad de Los Ángeles.

Al poco tiempo, descubrió que su padre no guardaba aprecio ninguno hacia ella y que el único interés era tener a alguien en casa que se ocupara de las tareas y de él. La chica, con diecinueve años, se marchó de casa y comenzó a trabajar en el campamento militar de Camp Cooke (de donde obtendrían las huellas para identificarla), al mudarse a Santa Bárbara.

En el verano de 1946, Short se encontraba de nuevo en Los Ángeles, y de lo poco que se sabe es que frecuentaba locales nocturnos, en donde mostraba una fuerte atracción hacia los militares. Ese año, tuvo una breve relación con un antiguo novio, el teniente Gordon Fickling, pero él no soportaba que la joven se viera con otros hombros, así que se marchó, aunque siguieron manteniendo contacto por correspondencia. Con anterioridad, había estado prometida (o eso contaba ella a sus conocidos) con otro militar, Matthew M. Gordon Jr., de la Segunda Comandancia aérea y de capitación, quien falleció en accidente aéreo el diez de agosto de 1945.

Matthew M. Gordon Jr y Elizabeth Short

La muerte la sorprendió antes de que su carrera como actriz apenas se iniciara. Como anécdota, cabe destacar uno de sus primeros, y últimos, trabajos publicitarios, que fue en un anuncio como imagen del Hotel Cecil. Este edificio, construido en el 640 de South Main Street, es un imán para la tragedia y lo malvado, pues varias son las personas que se han suicidado, ya en sus inicios, desde las habitaciones, como el caso de Pauline Otten, que se arrojó desde el quinto piso, cayendo sobre un transeúnte, provocando la muerte de ambos; dos asesinos seriales han ocupado sus habitaciones (Richard Ramírez, “El acechador nocturno”, culpable de catorce muertes, y Jack Unterweger, “El asesino de Viena”, que estranguló a una docena de prostitutas); Goldie Osgood, telefonista, fue violada y asfixiada en el cuarto de contadores; y el último misterio: la muerte inexplicable de Elisa Lam, una joven canadiense de origen chino que desapareció tras una conducta errática, filmada por la cámara del ascensor del hotel, el treinta y uno de enero de 2013, y fue encontrada en el interior del depósito de agua que hay en la azotea, diecinueve días después.

Imagen de la fachada del Hotel Cecil
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«Ghostwatch», en «Misteris…»

He tenido el inmenso placer de visitar nuevamente el plató de «Misteris… amb Sebastià d´Arbó», en esta ocasión para hablar de un programa terrorífico que emitió la noche del 31 de octubre de 1992 la cadena de televisión británica BBC. Aquí os lo dejo 😁 (es en catalán):

https://etv.alacarta.cat/misteris/capitol/cap-72

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Rabia

Una gota de veneno extraviada en el laberinto interminable de la mente; la bestia en el interior que a todos corrompe, que aguarda el momento de escapar; un momento de locura preparado para explotar como una pústula llena de odio, salpicando todo lo que esté próximo, destruyéndolo.

Así es la rabia, uno de nuestros sentimientos más primigenios, junto con el miedo, oculto en la caverna del cerebro: la amígdala. Algunos necios incautos separan a ésta de la ira, como dos hermanas siamesas a las que un bisturí ha profanado, pero que siempre permanecen unidas por la cicatriz que las mancilla, como el miembro amputado que se niega a desaparecer.

Un ejemplo: un joven llega a su instituto y dispara a dos profesores, seguido del secuestro de una clase entera. ¿Qué le lleva a hacerlo? ¿La rabia o la ira? ¿O las dos juntas? ¿O es tan sólo un enfermo?

La historia de los Estados Unidos está plagada de este tipo de actos, como si a los niños los alimentasen con plomo y pólvora, y en lugar de nacer con una barra de pan bajo el brazo fuera con un arma de fuego. En la prensa, no es extraño encontrar casos como el de Dustin L. Pierce, que el 18 de septiembre de 1989 mantuvo retenidos, durante nueve horas, a los alumnos de una clase de álgebra en McKee, Kentucky; o el de Michael Carneal, quien, el 1 de diciembre de 1997, apareció en la escuela de su hermana con una pistola, un rifle y una escopeta, envueltos en una manta como si fuera una especie de trabajo, y tras ponerse unos tapones para los oídos, disparó en ocho ocasiones. Resultado: cinco heridos y tres muertos. Tras esto, dejó su arma y le pidió a un miembro del grupo de oración del lugar lo siguiente: “Máteme, por favor. No puedo creer lo que hice”. Al poco, le diagnosticaron esquizofrenia, pero no fue lo más importante: la relevancia la obtuvo una novela titulada “Rage” (“Rabia”), del escritor Richard Bachman.

(¡ALERTA DE SPOILER! SI NO HAS LEÍDO LA NOVELA, PUEDES SALTARTE ESTE PÁRRAFO E IR DIRECTAMENTE AL SIGUIENTE)
La novela relata la historia de Charlie, un alumno problemático que acude al despacho del director de su instituto, llamado por éste, tras un incidente acaecido dos semanas antes, cuando agredió a uno de sus profesores, golpeándole con una llave inglesa en la cabeza, muy cerca de provocarle la muerte. Furioso, insulta al hombre y es directamente expulsado. En el momento en que abandona la reunión, inicia un pequeño incendio y aprovecha para tomar un arma de fuego que guarda en su taquilla, y vuelve a su clase, Álgebra II, donde dispara a su profesora, hiriéndola mortalmente, y retiene a sus compañeros. Pero no será la única muerte: otro de los profesores, que acude al aula para evacuarla, recibe otro disparo. Ante tal alboroto, tras la aparición de la policía y los medios, que rodean el edificio y tratan de comunicarse con él para que se rinda, Charlie se desmorona, arrepentido, sin comprender qué ha sucedido, mientras sus compañeros, afectados por el Síndrome de Estocolmo, al verse reflejados en el chico como una forma de liberación y de enfrentarse al sistema, le reprenden ese cambio de actitud. Durante las horas que pasan encerrados, los adolescentes absorben la ira que empañaba el juicio del secuestrador y utilizan ese tiempo como una terapia en la que todos cuentan sus secretos más íntimos, incluso los más vergonzosos, historias sobre abusos y odio. Sólo uno de ellos realmente está en contra de ellos, y cuando trata de huir, lo asesinan entre todos, causándole un colapso. Un policía logra colarse en las instalaciones y le dispara, con tanta suerte que el proyectil impacta en un candado que el chico lleva escondido en el bolsillo del pecho, saliendo ileso. Finalmente, Charlie es detenido y llevado a una institución mental, y el relato termina con una inquietante frase del muchacho, que te hace reflexionar.

Richard Bachman

Bachman jamás llegaría a imaginar que su obra podría considerarse una especie de manual del adolescente homicida. Tal vez fue uno de los motivos por el que lo acabaran asesinando años después, aunque su biografía asegura que su esposa, llamada Claudia, fue la que lo encontró muerto por un tumor cerebral. Pero no ratifico el crimen porque sea un investigador refutado ni me sienta intoxicado por series televisivas policíacas —aunque debo reconocer que paso un buen rato con éstas—, sino porque el propio asesino acabó confesando. ¿Un adolescente con las hormonas alteradas y un brote de enajenación mental transitoria por el metal que lleva en la mano? No. Lo hizo la misma persona que lo creó: Stephen King.

Por consejo de sus editores, ya que no creían conveniente que el prolífico autor de Maine sacara al mercado una media de tres y cuatro libros anuales, elaboró este pseudónimo, yendo mucho más allá: le dio una vida propia, con esposa e hijo (éste murió a los seis años, unos dicen que al caer en un pozo, otros en un estanque), le diagnosticó un tumor cerebral, incluso le puso rostro, aprovechando la fotografía de una persona ya fallecida. Pero la auténtica personalidad que había detrás se descubrió casi sola, porque en los agradecimientos y dedicatorias de los libros de Bachman aparecían prácticamente las mismas personas que en las de King, y este último hacía menciones de Bachman en algunas de sus novelas, como en “La mitad oscura”. Pero, regresando a “Rabia”, después de la masacre de Michael Carneal, con un sentimiento de culpa que no debería ser tal, Stephen King ordenó la retirada de la novela de las librerías y que dejara de imprimirse (para gran suerte nuestra, en nuestro país puede encontrarse fácilmente). Como curiosidad, en el prólogo de otra de sus novelas, “Blaze”, él escribe sobre “Rabia”: “Fuera de impresión, y es una cosa buena”. Otra más es que King la escribió en el último curso del instituto, con dieciocho años, antes de la obra que le hizo popular, “Carrie”, historia que contiene tres elementos similares a “Rabia”: adolescentes, masacre en el instituto y la ira latente en cada página. Esto puede llevar a preguntarse si el joven Stephen tuvo problemas en el instituto y la escritura sirvió como método de terapia, como hacen muchos autores, una manera de liquidar a indeseables sin correr el peligro de que te apresen, pero parece ser que no.

Diga lo que diga el autor, todo aquel que haya tenido la suerte de leer “Rabia” encontrará una de sus mejores novelas —brutal sería la palabra que mejor la definiría—, una muestra de la facilidad que tiene el ser humano de corromperse, y más aún en masa, de dejarse llevar por la furia contra el sistema autoritario y costumbrista americano, la irascibilidad que todo adolescente guarda en su interior, y que unos pocos no consiguen contener, modelar y lograr que se desvanezca, y, tal vez, como aseguró King, un manual para preparar un asesinato en masa, como si fuese un texto que profetizase lo que estaba por venir y que se ha extendido por otros países.