Si te gustó la ficción sonora que publiqué en el anterior vídeo, aquí va otra que preparé ya hace bastante tiempo, titulada «La genialidad«. Para más historias, anécdotas, consejos y recomendaciones, puedes seguirme aquí 😁
Mes: agosto 2022
¿Te gusta el miedo?
Una parte del trabajo que realizo está enfocado a la ficción sonora, creando historias de miedo y misterio y guionizándolas, pero a veces también me gusta realizar las grabaciones y montajes (algo amateur en este sentido, aunque daré una sorpresa en breve 😉). He subido un vídeo con una de estas dramatizaciones a mi cuenta de TikTok. Próximamente, subiré más, crearé más, y publicaré un artículo sobre cómo trabajo en este campo 😁 ¡Espero y deseo que te guste!
Mi primera vez…
Si has accedido a esta entrada para saber sobre mi primera experiencia sexual, siento decepcionarte, porque de lo que quiero hablarte es de mi primera vez viviendo el terror (ficticio, por supuesto 😁). Si has leído previamente alguna de las entrevistas que me han realizado o, simplemente, has clicado en la pestaña de «El fabricante», seguramente sabrás que este género fue la fuente que me sirvió y nutrió para ser quien soy como escritor.
Para ello, debemos remontarnos al otoño de 1984. Mi hermano Fernando, once años mayor que yo, estudiante en aquel entonces de Imagen y Sonido en el actual Institut Mare de Déu de la Mercè, en Barcelona, me llevó al cine junto a un primo nuestro, un poco mayor que él. Era la primera vez que pisaba una sala, e iba tan nervioso que no sabía qué me iba a encontrar. No me acuerdo bien si era el Cine Rex o el Dorado, pero sí recuerdo que era uno de la Gran Vía, que la cola que se había formado hasta llegar a la entrada se me hizo eterna, así como el ambiente cargado a tabaco que te recibía nada más llegar al hall, mezclado con el olor de las palomitas recién hechas (siempre este aroma me ha provocado una sensación de felicidad).
Tomé asiento entre mi hermano y mi primo, estirándome sobre la butaca de terciopelo rojo para poder ver un gran cortinaje por encima del reposacabezas delantero. ¿Qué podía esconder? Ni idea, pero mientras comía palomitas, observaba ir y venir a la gente que iba ocupando su localidad, con un eterno murmullo de infinidad de conversaciones que cada se iban amplificando más. Entonces, la cortina se abrió, separándose hacia los lados, dejando al descubierto una enorme pantalla que seguía sin saber para qué servía, y cuando las luces se apagaron, fue inevitable que diera un brinco y mirase a todas partes, sin entender qué ocurría. «Tranquilo», me dijo mi hermano, e hizo un gesto para que mirase hacia adelante.
Al poco, me quedé totalmente hipnotizado ante las imágenes que iban apareciendo, gracias a un haz de luces que podía distinguir por encima de mi cabeza, con una estela de partículas polvorientas circulando por este hasta la pantalla. A su vez, una voz en off acompañaba a un personaje que acababa descendiendo hasta un sótano que escondía una tienda china llena de curiosidades. Allí, el padre del que sería el protagonista de la historia, recibía una caja con una criaturita peluda a la que, para cuidarla adecuadamente, había que seguir tres normas sin excepción: evitar la luz del sol (o cualquiera lo suficientemente potente), ningún contacto con el agua, y nada de darle de comer pasada la medianoche.
Si con esto te ha venido a la cabeza la película «Gremlins», has acertado. Desde el instante en que vi a Mogwai, más conocido como Guizmo, no pude apartar los ojos de la pantalla, y, curiosamente, aún más cuando las mutaciones nacidas de éste, esos duendecillos verdes, gamberros y de apariencia terrorífica que dan nombre a la película, tomaron el protagonismo. En lugar de causar alguna sensación similar al miedo, provocaron en mí una fascinación que ha dejado mella hasta el día de hoy. Es cierto que hay escenas un tanto repugnantes, como la de la cocina, donde la madre de Billy Peltzer (interpretado por el actor Zach Galligan) debía enfrentarse a algunos de estos diablillos verdes, pero sólo pensaba que aquello parecía un festival de blandiblub. Y cuando llegó el momento en que todos los gremlins están disfrutando de la película «Blancanieves y los siete enanito» en una sala de cine, me sentí parte de ese grupo tan peculiar.
En aquella época, eran frecuentes las sesiones dobles, en las que podías ver dos películas seguidas, y tras ésta venía «Un, dos, tres… ¡splash!», una comedia romántica con Tom Hanks y Daryl Hanna como protagonistas. No aguantamos muchos minutos, porque sólo tenía ganas de llegar a casa y contar a mis padres, con todos los detalles que pude, lo que habíamos visto. Después, al día siguiente, me dediqué a hacer dibujos de los monstruillos… Lástima no conservar ninguno. Aunque, como podrás imaginar, no eran nada del otro mundo, en especial al ser hechos por un niño de cuatro años, habría estado bien comprobar la pasión que había puesto en este trabajo, la misma que le pondría después a cada uno de mis escritos, lo que intento seguir haciendo, con mayor o menor acierto.
Esa experiencia cinematográfica abrió un campo enorme ante mí, sin saber siquiera que podría ser para bien, para desarrollar mi creatividad. Por eso, un consejo que siempre doy es que no hay que dejar nunca de lado aquello que ha despertado un resplandor especial en nuestro interior, aunque esto no siga las modas ni las normas «de bien»; que jamás te impongan que un género «es menor», porque ¿quién es el dicta que uno es mejor que otro? Afortunadamente, todos tenemos decisión y gustos propios, y debemos disfrutar de, por y para ello. Yo lo hice, y lo sigo haciendo. Desde aquel otoño de 1984, nuevas películas de género fantástico fueron llegando, en pantalla grande y pequeña, como «Willow» unos años después o «Pesadilla en Elm Street», y lo que me sirvió como empujón definitivo fue el descubrimiento de la literatura de terror, con nueve años… pero eso ya te lo contaré otro día, como el momento en que me encontré con Joe Dante, director de «Gremlins», 30 años después de pisar aquella sala de cine.
Los sueños se cumplen. Sólo hay que saber encontrar el camino correcto, aunque no siempre tomamos el adecuado al principio. Soy un especialista en perderme, créeme; ya te darás cuenta de ello 😅
Casas malditas en el celuloide
En septiembre de 2015, daba comienzo el rodaje de una de las películas de terror más esperadas de 2016: la secuela del título “Expediente Warren”, y del modo más polémico. New Line Cinema, productora de la misma, publicó en las redes sociales una fotografía en donde un sacerdote bendecía el set de rodaje y a sus participantes. Era el modo de asegurar un buen inicio alejado de posibles fenómenos paranormales, como había sucedido en el título original, y en su precuela “Annabelle”, en donde el director de ésta última, John R. Leonetti, afirmaba haber visto una huella demoníaca de tres dedos en la ventana de una de las habitaciones, o haberse registrado accidentes en el plató, como la caída de una lámpara en la cabeza de uno de los actores.

Casualidad o no, la actriz Vera Farmiga, quien interpreta a Lorraine Warren en la pantalla, halló unas huellas en su ordenador portátil de origen desconocido mientras estudiaba el guión de “Expediente Warren: The conjuring”, y, más tarde, en una de sus piernas al despertar un día.
Todo esto parece, como dicen muchos, publicidad para la película, pero ¿cómo no actuar con cierto temor y cautela ante rodajes basados en hechos reales tan intensos, como el poltergeist de Enfield?
Lugares infectados
Shirley Jackson exponía en su obra “La maldición de Hill House” que algunas casas nacen malditas. Algunos rodajes, también. En especial, aquellos que parecen estar centrados en temas sobrenaturales, con entidades demoníacas de por medio o el mismísimo diablo. Y si además éstos están inspirados en casos reales, existe una predisposición (o predestinación, si se prefiere) a que los problemas surjan.
Así sucedió con “Expediente Warren: The conjuring”. La historia original se centraba en la familia Perron, un matrimonio con cinco hijas que, en la década de los 70, había comprado una antigua casa en el 1677 de Round Top Road, en Harrisville, Rhode Island. Desde el mismo instante en que se instalaron, entidades que campaban por cada recoveco de la casa se les presentaron (un alto número, al parecer. Hay que pensar que unas ocho generaciones habían vivido en aquel inmueble): algunos más activos, otros bastante sólidos, hasta el punto de poder interactuar con ellos, mientras otros parecían no prestarles ninguna atención, como si fuesen el resultado de una proyección cinematográfica. Todo bien al principio, hasta que los fenómenos se volvieron más violentos, teniendo que recurrir al matrimonio Warren, Ed y Lorraine, afamados investigadores de lo sobrenatural.
Tras una de las sesiones espiritistas que allí se practicaron, una presencia maligna, realmente perversa, despertó, o destacó sobre las demás. Al parecer, se trataba del espíritu de una bruja, llamada Betsabé (Bathsheba en la película, como el personaje bíblico), conocida por la gente de la zona por sacrificar a un bebé en nombre del diablo y por ser artífice de varios asesinatos y suicidios aparentes, aunque no se pudo demostrar en su día, y que falleció en la finca de una extraña parálisis, ya anciana, en 1885. Un ente violento con fijación sobre Carolyn, la madre de la familia, a quien acosaba por las noches y que actuaba de un modo defensivo hacia la casa, al considerarse única dueña de ésta.
La película del director James Wan tiene, como espectro principal, a Bathsheba, a la que los Warren consiguen expulsar mediante un duro exorcismo, cosa que no lograron hacer en la realidad. Aunque, por cómo cuenta el equipo de rodaje, ésta pudo estar presente durante la filmación. Esta idea surge, independientemente de pequeños incidentes que padecieron y que pueden ser frecuentes en grabaciones de este tipo, donde la sugestión juega un papel importante, porque Betsabé pudo ir directamente a por Carolyn: toda la familia Perron, excepto ella, decidió acudir al set de rodaje, y la mujer sufrió un pequeño accidente, acabando en el hospital. Pero no quedó ahí la cosa: como si se hubiese sentido ofendida por cuál era el final que le esperaba en la película, el hotel en donde se alojaba el equipo se incendió, obligándolos a desalojarlo.
Edificios que se convierten en iconos
Los Perron abandonaron la casa en los 80, y los posteriores dueños, Norma Sutcliffe y Gerry Gelfrich, un matrimonio septuagenario, confirmaron ciertos fenómenos, pero nada tan intenso. El problema real acabó llegando después, y fuera de la casa: gracias al éxito de la película, las visitas de los curiosos eran frecuentes, hasta el punto en el que querían entrar en la vivienda e investigarla. Los siguientes propietarios, Jenn y Cory Heinzen, supieron explotar esto, desde que la adquirieron en 2019, alquilando la propiedad para poder realizar investigaciones paranormales en su interior, hasta que, recientemente, fue de nuevo vendida por más de un millón y medio de dólares.
El principal inconveniente, cuando las películas son capaces de adquirir la cualidad de icónicas y se ruedan en localizaciones reales, es que éstas puedan heredar la misma extraña fama. Ha sucedido, por ejemplo, con el edificio Cedimatexsa, en el número 34 de Rambla de Cataluña, Barcelona, en donde se rodaron dos (y el inicio de otra) de las cuatro partes de la saga de terror “REC”, y donde se sabe que la gente intenta colarse en busca del ático de la niña Medeiros. Pero uno de los más visitados (desde el exterior, claro) es el edificio Dakota, en Nueva York, conocido no sólo por el asesinato a sus puertas del cantante y compositor John Lennon, tiroteado por el fanático Mark David Chapman, sino por ser lugar de nacimiento del Anticristo en la película de Roman Polanski, “La semilla del diablo”. ¿Es posible que éste escogiera esta construcción, tan elegante como sombría, conociendo toda la oscura historia que aloja entre sus paredes?
Construido en 1884, se podría decir que fue un capricho de Edward S. Clark, propietario de la compañía de máquinas de coser “Singer”, para la clase burguesa, un edificio exclusivo a las afueras, en aquella época, de Manhattan, una zona aún sin construir que lo convertía en un punto exclusivo, pero por poco tiempo, debido a la rápida expansión de la ciudad. Clark jamás llegó a habitar en el Dakota, pues falleció antes de concluir la construcción, pero eso no ha impedido que algunos inquilinos lo hayan visto en el sótano. Y no es la única presencia, además de la de John Lennon. Tal vez los responsables de esto fuesen el actor Boris Karloff o el mago negro Alesteir Crowley, antiguos habitantes y cuyas sesiones espiritistas eran muy renombradas, y efectivas. Puede que en una de éstas despertaran algo, como sucedió con los Warren en la casa de los Perron, o abrieron un portal, porque es a partir de los años sesenta cuando se conocen noticias de apariciones fantasmales, siendo la primera la de una niña pequeña, de ropajes antiguos y cabello rubio, así como pisos que parecían adquirir, por segundos, el aspecto de décadas pasadas, y pequeños fenómenos poltergeist.
Habitación 217
En ocasiones, un retiro en un hotel puede servir de inspiración para crear una de las mejores novelas de terror publicadas y, a su vez, ésta servir para forjar un clásico del cine.
Eso le sucedió al escritor Stephen King.
En 1973, el autor de best Sellers, como “Carrie” o “It”, y su esposa, Tabitha, se alojaron por una noche, la última de la temporada, en el hotel de montaña Stanley, en el Estes Park, Colorado. Eran los únicos huéspedes, así que King pudo recorrer los largos y laberínticos pasillos con total libertad, mientras su mente iba trazando el argumento para su futuro libro: “El resplandor”. En alguno de estos tramos, una de las leyendas narra que se encontró con el espectro de unos niños, y, en otra, que se encontró en medio, en aquella noche interminable, de una fiesta fantasmal, con huéspedes del pasado, en el salón de baile MacGregor. Pero lo que más pudo influir en la creación de la novela fue la habitación en la que se alojaba, la 217 (en el libro, pasa a ser la 237), en donde ruidos desconocidos, y alguna que otra presencia, no permitieron que descansara demasiado bien. Y es que ese dormitorio es el punto más caliente, con mayor actividad, y el más solicitado en las reservas.
Poco después de la inauguración del Stanley Hotel en 1909, en el año 1911, una ama de casa, llamada Elizabeth Wilson, recibió, en la habitación 217, una descarga durante una tormenta eléctrica y, aunque ésta no la mató, parece que fue un factor más que probable de inicio para toda una serie de fenómenos que han seguido hasta el día de hoy.
La cosa no queda ahí: otras anomalías de difícil explicación afectan a varios dormitorios, como movimientos de objetos y alteraciones en el sistema eléctrico, y correteos sin dueño y risas infantiles en la cuarta planta.
Con el éxito de la novela y la película de Stanley Kubrick (una adaptación muy libre que desagradó a King), y una miniserie que sí fue rodada en el edificio original, el Stanley Hotel ha sabido explotar de un modo comercial su fama de embrujado. Desde fiestas temáticas a visitas guiadas por un investigador de lo sobrenatural y una psíquica en busca de fantasmas, a la reconversión en museo y plató cinematográfico.
Un palacete asturiano
En nuestro país también hay rodajes perturbadores. Un ejemplo es el de “La campana del Infierno”, filmada en 1973, una película cuyo argumento giraba en torno a una venganza familiar. Uno de los escenarios era la iglesia de San Martiño de Noia, en A Coruña, un edificio del siglo XV compuesto por dos torres, una de ellas inacabada, y con una leyenda sobre ésta: aquél que la complete, morirá de forma trágica. Y así fue: Claudio Guerín, el director, llenó este vacío arquitectónico con una construcción de cartón piedra, desde la que cayó en una de las tomas, muriendo minutos después. Juan Antonio Bardem tomó el relevo de la dirección. Otro ejemplo, este un tanto diferente, está “Los sin nombre”, en donde, según confirmó su director, Jaume Balagueró, en una entrevista para televisión, una figura que nadie vio durante una toma, que se filmaba en el Hospital del Tórax de Terrassa, se coló en ésta. Pero si hablamos de película sobre fantasmas, deberíamos trasladarnos hacia Llanes, en Asturias. Allí se levanta un palacio de estilo indiano, en donde se rodó parte de la ópera prima de J.A. Bayona, “El orfanato”.
Villa Parres, fechada en 1898, propiedad del filántropo José Parres Piñera, quien falleció un año después de la construcción, fue orfanato, hospital militar y, finalmente, escenario de varias películas, como “Mi nombre es sombra”, de Gonzalo Suárez, pero parece que es con la película de Bayona cuando los moradores de la casa decidieron destacar. Ruidos extraños que se colaban en las tomas de sonido, pasos que se escuchaban en pisos superiores cuando estaban vacíos, rostros fantasmales visibles tras las ventanas del torreón principal, inaccesible… aunque nada desagradable que llegara a turbar el trabajo del reparto y el equipo.
Jiko bukken
El cine oriental es prolífico en lo que se refiere a películas de fantasmas. ¿Quién no recuerda al espectro de Kayako descendiendo por la escalera en “Ju-on”, o a Sadako trepando por el pozo en “The ring”? Es sabido que muchos de estos rodajes inician con la bendición previa por parte de un monje o se rodean de amuletos y rituales para alejar la mala suerte, y no es de extrañar, si nos centramos en la mala fama que tienen muchos fantasmas, como los vengativos onryō y la huella que dejan en muchos inmuebles. De ahí que las inmobiliarias japonesas, para cubrirse las espaldas ante la alta demanda de viviendas, dispongan de los llamados jiko bukken (edificios suceso), en donde los precios pueden abaratarse hasta un cincuenta por ciento por la presencia de un yūrei.
Muchos de los temas tratados en este artículo se tratan con mayor amplitud en los libros “Anatomía de las casas encantadas” y “Espiritismo digital”.
¿Quién asesinó a la Dalia Negra? (2ª parte)
La policía, tras el hallazgo del cadáver de Elizabeth Short, se enfrascó en la búsqueda de posibles testigos que hubieran visto algo previo en la escena del crimen. Uno de estos fue Bob Meyer, vecino de la zona, que facilitó la descripción de un sedán negro, de la marca Ford, que había estado aparcado junto al descampado ese día, a eso de las seis de la mañana.
Como en muchos de estos casos, hubo falsos testimonios que buscaban la notoriedad y la atención de los medios, pero nada que fuera útil. Sobre qué hizo la chica días antes, tampoco hay demasiada información fiable. Dorothy French, una trabajadora del Teatro Azteca, en San Diego, explicó que había alojado a Short en su casa. La había encontrado dentro de la sala, durmiendo en una de las filas de asientos. Se apiadó de ella al saber que no tenía dónde dormir ni dinero, así que le permitió que durmiera en el sofá de su vivienda desde el ocho de diciembre hasta el nueve de enero, día en que ella se marchó. Durante su estancia, tanto Dorothy como su marido la habían escuchado hablar por teléfono sobre un hombre llamado Bob, y que éste podría ser un empresario de la zona, llamado Robert Manley. Asimismo, también mencionó la aparición, una de esas noches, de un coche negro ocupado por una mujer y dos hombres, y en donde un vecino aseguraba que ésta no era otra que Elizabeth Short.
Se dice que no se supo nada más de Short entre el día nueve y el quince de enero, momento de la aparición de su cadáver, pero no fue cierto. Aparecieron unos catorce testigos que la situaban en bares, locales nocturnos y hoteles, como el Biltmore, en donde pudo estar el último día de su vida, y que se encontraba en un estado deplorable, desaliñada, paranoica. La oficial Myrl Mcbride habló con ella dos veces durante la tarde del catorce de enero, narrando que Elizabeth le había explicado que un antiguo pretendiente la estaba persiguiendo, tras amenazarla de muerte. La vio por última vez en un bar del centro.
La prensa actúa
Para la prensa de Los Ángeles, el crimen de Elizabeth Short fue uno de los “grandes éxitos” del año, convirtiéndose en uno de los quince homicidios que se quedaron sin resolver en la ciudad, en 1947. El caso ocupó la portada de los diarios durante más de diez semanas, llamándolo el “asesinato del Hibisco Rojo”, “asesinato del Hombre Lobo” y “asesinato de la Gardenia Blanca”. Todo esto hasta que se le puso a Short el apodo de Dalia Negra (erróneamente atribuido al reportero Bevo Means). Este nombre se le dio en relación a una película estrenada el año anterior, dirigida por George Marshall, escrita por Raymond Chandler e interpretada por Verónica Lake, en la que una mujer muere asesinada, y porque era conocida por vestir habitualmente de negro y llevar el cabello teñido de este color.
Los medios que más se aprovecharon de la noticia fueron “The Examiner”, “Los Ángeles Herald-Express” y el “William Randolph Hearst”, al contar con privilegios por parte de la policía. En el caso de “The Examiner”, para incrementar el morbo, no tenían pudor alguno en modificar, o inventarse, información, u ocultar ésta a los agentes de la Ley. Para conocer la reacción que tendría Phoebe al saber de la muerte de su hija de primera mano, la llamaron para anunciarle que había ganado un concurso de belleza, pagándole un billete hasta Los Ángeles, donde le dieron la noticia. En el caso del padre, Cleo, ni se mostró afectado ni quiso saber nada sobre el destino del cadáver.
Esta mala prensa se encargó de especular los peores motivos que llevaron a Elizabeth Short a las manos de su asesino: desde que había participado en películas pornográficas o que practicaba la prostitución, a que era víctima de un amante al saber que era lesbiana, que estaba embarazada, o al descubrir que tenía una malformación genital, o que había sido ajusticiada por la multitud al ser considerada una aberración como persona.
Contacto con el asesino
El asesino, que se autodenominaría “Vengador de la Dalia Negra”, decidió contactar con “The Examiner”, vía telefónica, el veintitrés de enero, ante la falta de noticias relacionadas con el crimen. En un intento certero de avivar a la prensa, el día veinticuatro de ese mes envió a la redacción, para demostrar que él era el autor, fotografías, la tarjeta de la Seguridad Social y el certificado de nacimiento de Elizabeth Short, una agenda con la tapa grabada con el nombre Mark Hansen (pasaría a convertirse en uno de los sospechosos, en especial por sus negocios nocturnos), y una carta sellada ese mismo día, que contenía un mensaje escrito como un collage, con letras extraídas de revistas, en el que se podía leer: «¡Aquí! Pertenencias de la Dalia. Carta a seguir». El sobre de la misma había sido meticulosamente lavado con gasolina para eliminar toda huella existente.
Después de esto, el “Vengador” seguiría contactando con diversos diarios de Los Ángeles a través de cartas.
Sospechosos
Robert Manley, aquel de quien posiblemente hablaba Short en casa de Dorothy French, fue uno de los primeros sospechosos que pasaron a ser interrogados. Bajo los efectos del pentotal sódico (más conocido como “suero de la verdad”), conectado al polígrafo, relató que últimamente estaba muy extraña, temerosa. En la última ocasión que estuvo con la joven, ella anotaba todas las matrículas de los vehículos que veía a través del retrovisor de su coche. En ese último momento, la dejó en el hotel Biltmore, en el 506 de South Grand Avenue, en donde iba a tener una reunión.
Otro sospechoso potencial fue Mark Hansen, nombre presente en el envío que hizo el asesino a “The Examiner” el veinticuatro de enero. Este era un empresario que regentaba un club nocturno, y alquilaba habitaciones a chicas para que llevaran a cabo sus espectáculos. Elizabeth vivió una temporada con él. No se pudo demostrar que estuviera relacionado con su asesinato, pero estuvo en el punto de mira hasta el año 1951.
El sargento Peter Vetcher también pasó a formar parte de esta lista (fueron unos cincuenta en total, incluyendo algunos que se autoinculpaban), en mayo de 1947. Todo fue por mandar una postal, firmada como Betty Short Vetcher, a John O,Neill, un amigo de la conocida, para fingir que existía una relación entre ambos.
Como apuntó el forense Newbarr, el trabajo podía ser obra de un médico cirujano. Por eso se buscó al culpable entre médicos que tuvieran alguna cercanía con la fallecida, como el doctor Walter Alonzo Bayley, acusado por el periodista Larry Harnisch, periodista de “Los Angeles Times”, y lo hizo al saber que éste tenía una hija que era amiga de una de las hermanas de Short, Virginia. Pero no pudo ser el asesino, ya que padecía encefalomalacia, un encogimiento del cerebro. No es el único que creía en su culpabilidad: el escritor James Ellroy también estaba convencido que era el artífice del crimen.
Cómo no, también existieron falsas acusaciones, con la intención de dañar a terceros. Así ocurrió con Leslie Dillon, que fue inculpado por un asistente forense de Florida, pero al demostrarse que todo era falso, fue demandado por éste.
Pero entre estos, el sospechoso más potencial fue George Hill Hodel, un afamado doctor que fue acusado, en 1949, de violar, acompañado por otro hombre y dos mujeres, a su hija adolescente, pero su poder social hizo que quedara absuelto. Dueño de la ostentosa Residencia Sowden, o Casa Tiburón, obra de Lloyd Wright, hijo de Frank Lloyd, diseñador de la Residencia Kaufmann, guardaba en ésta material pornográfico, así como el recibo de una compra de diez bolsas de cemento del mismo tipo que el saco presente junto al cuerpo de Short, y en 2013, tras una investigación policial al interior de la casa con perros especializados, se averiguó que allí se habían escondido restos humanos. Su hijo, Steve Hodel, un policía retirado de Los Ángeles, es autor del libro “Black Dahlia, Avenger: a genius for murder”, publicado en 2003, en donde aporta toda una serie de pistas que inculpan directamente a su padre.