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«Turno de noche»

Seguro que, en alguna ocasión, estando totalmente seguro de estar en lugar donde no hay nadie más que tú, has tenido la sensación de que realmente no ha sido y alguien, o algo, te ha estado observando, escondido. Tomando esto como inspiración, escribí una historia breve de terror sobre una chica de la limpieza y los problemas de trabajar en turno de noche… En el siguiente vídeo, publicado en mi cuenta de TikTok, podréis escucharla 💀👻

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Amigos imaginarios

«Amiga» fue la primera ficción sonora propia que escribí y grabé, allá por 2019, una historia de miedo relacionada con los amigos imaginarios. La he recuperado para el siguiente TikTok. Recuerda que puedes seguirme en mi cuenta para ver más vídeos 😁

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¿Listo para otra historia de miedo?

Si te gustó la ficción sonora que publiqué en el anterior vídeo, aquí va otra que preparé ya hace bastante tiempo, titulada «La genialidad«. Para más historias, anécdotas, consejos y recomendaciones, puedes seguirme aquí 😁

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¿Te gusta el miedo?

Una parte del trabajo que realizo está enfocado a la ficción sonora, creando historias de miedo y misterio y guionizándolas, pero a veces también me gusta realizar las grabaciones y montajes (algo amateur en este sentido, aunque daré una sorpresa en breve 😉). He subido un vídeo con una de estas dramatizaciones a mi cuenta de TikTok. Próximamente, subiré más, crearé más, y publicaré un artículo sobre cómo trabajo en este campo 😁 ¡Espero y deseo que te guste!

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Capítulo 4: Conejo

Han pasado unas semanas desde que subí el capítulo 3 de esta historia. Si leíste éste, tal vez recuerdes que Nando estaba siendo perseguido por un enorme perro, pero algo en la hierba alta se acababa interponiendo, tomando el relevo para dar caza a nuestro periodista. ¿Quieres saber qué le ha pasado? ¡Pues aquí llega el capítulo 4! 🙂

El talón del periodista, quien sigue reculando, tropieza con un tronco cortado y cae de culo sobre la tierra pedregosa. El surco abierto en la hierba sigue hacia él… y lo que surge lo deja con la boca abierta. «Menudo cagado», se autoflagela, sonriendo. Allí, a no más de un metro de sus pies, un conejo de pelaje marrón lo observa con ojos negros, brillantes y redondos. El animal mueve la nariz, pequeña y rosada; da un pequeño salto para acercársele.

El estruendo de una detonación lo pilla por sorpresa, encogiéndose con un alarido. La cabeza del conejo ha quedado reducida a un amasijo de carne, pelo, tierra y plomo. Sólo una oreja ha sobrevivido. El cañón de la escopeta humea en la mano de un hombre, quien ahora estudia a Nando con un ojo entrecerrado.

—¿Quién carallo eres?

—Se… se lo ha cargado —balbucea. Un ligero pitido se ha instalado en los oídos por unos segundos.

—Esas alimañas son peores que los lobos. —Le ofrece la mano—. Anda, levanta y pasa. Parece que hayas visto al demonio.

—Gracias, me irá bien.

El extraño, con el arma al hombro, agarra al cadáver por las patas traseras. La sangre deja un rastro en el suelo. Dentro, lo tira a un balde metálico. La cocina de leña está encendida, llenándolo todo de un intenso olor a madera quemada. Varias pieles cuelgan de una de las paredes. Son de zorro y lobo, o eso intuye, porque les falta la cabeza. Coge un par de vasos de una vitrina de madera verde y los deja sobre la piedra blanca de la encimera, llenándolos de una bebida translúcida, que está seguro que no es agua. Con un gesto de barbilla, le indica el banco de madera para que tome asiento.

—Tú no eres de por aquí —dice, dando un tiento—. Tienes pinta de señorito de ciudad.

—A ver, de ciudad sí, pero lo otro… Si apenas llego a final de mes.

—Pues lo pareces, con ese pañuelo en el cuello y los pantalones de pitiminí.

«No me ha costado ni treinta euros todo. ¿Cómo puede creer que soy pijo? Si viera a Pelayo, ¿qué opinaría? Ese sí que es marqués, el muy cabrón». Da un trago sin pararse ni a comprobar qué es esa bebida. Inmediatamente, en cuanto se desliza ésta por la lengua, una quemazón le recorre el gaznate, reaccionando con un ataque de tos y un estremecimiento que le ha hecho sacudir la cabeza.

—Venga, rapaz, que es de los suaves —sonríe el hombre, rellenando el vaso—. Por cierto, soy Ernesto Carreiro.

—Nando… —pronuncia con la voz rasgada por el orujo—. Nando Martín.

—Y ¿qué haces por aquí? Pinta de peregrino no tienes.

—Escapar de un perro.

—Más bien parecía un conejo. Perro no vi.

—Pues bien que he corrido. Un perrazo negro. He tenido que dejar la maleta en la carretera… ¡Mierda, la maleta!

—Tranquilo, que nadie te la roba. ¿Eres turista, entonces?

—Periodista.

—Otro que viene a escribir sobre el Camino de Santiago. —Un nuevo lingotazo cuela por su garganta—. Anda que no aburre ya el asunto.

—No, nada de eso. Estoy aquí para investigar la casa Armesto. ¿La conoce?

Carreiro no responde. Ha quedado mudo al instante. Los ojos han tomado una expresión entre desconfiada y hostil. Apura el aguardiente.

—Coge la maleta y regresa a tu vida de señorito de capital. No has perdido nada en este lugar.

—Pero…

—Es el consejo que te puedo dar. Ese sitio no tiene nada bueno.

—¿Podría explicarme…?

—¡No hay nada que explicar, coño! ¡Que te marches o…!

Calla, y esta vez es por otro motivo. Es apenas audible, pero un sonido amortiguado se ha impuesto. El hombre traga saliva copiosamente, llevando la mirada hacia el barreño. Un conejo blanco, tan grande como el que ha liquidado, tiene las patas delanteras apoyadas en éste. Vuelve la cabeza hacia ellos, los ojos brillantes, rojos como la sangre que ensucia el hocico, el cual se abre y cierra con una porción de carne entre los dientes.

Entonces grita. Y ese sonido estremece a Nando y a Ernesto, porque es un alarido terriblemente humano: el de un niño.

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Capítulo 3: Hierba

¿Qué le habrá pasado a Nando con el «niño sonriente»? Si sois de los que estáis siguiendo esta historia, hoy llega el capítulo 3 🙂

Nando contiene un grito ahogado. El cuaderno y uno de los auriculares permanecen en el suelo. El bolígrafo ha quedado atrapado entre los dedos; el otro auricular, en el oído. La mano del hombre alto, que está de pie, inclinado hacia él, le toca el antebrazo.

—Disculpe si le he asustado, pero pensé que debía despertarle —dice éste.

El niño sonriente no está varias filas delante, ni tampoco al lado. Un sueño. Eso es lo que ha pasado. Todo ha formado parte de una maldita pesadilla.

—No he querido ser cotilla —continúa—, pero vi el destino del billete que utiliza como marcapáginas de la libreta. Esta es la estación a la usted va.

«¿Ya? ¿Tanto he dormido?». El tren disminuye paulatinamente la velocidad, pero ha leído el nombre en el letrero previo al arcén. Tiene sólo unos minutos para recoger todo y abandonar el transporte.

El hombre alto se cala un sombrero de un rojo pardusco y, con su bolsa de viaje en la mano y echándose tres dedos al ala, se despide:

—Un placer haberle conocido, señor Martín. Seguro que volveremos a vernos.

«Pero ¿cómo sabe mi apellido?», cabila, viendo cómo se aleja por el pasillo. «Claro, en el billete de tren… Mierda, date prisa o te saltarás la parada», se apremia, recogiendo lo del suelo para encajarlo de cualquier manera en la mochila, la cual carga en el hombro y toma la trolley de la parte alta.

Quien ha sido su compañero de viaje ha desaparecido de la estación; tampoco está en la parada de autobús, una especie de porche de piedra. El transporte no tarda en llegar más de diez minutos, y, en otros treinta y cinco, tras eternas panorámicas de bosques y prados, vuelve a bajar, quedando sólo bajo un cielo encapotado. Y ahora, ¿qué camino debe tomar?

«¡Joder, joder, joder!», maldice, con el teléfono en alto. No tiene señal ni para hacer una mísera llamada a la pensión en la que tiene hecha la reserva. «Lo mejor será que empiece a caminar. Antes o después, encontraré a alguien o una casa. ¡Joder, comienzo con buen pie!». Con los primeros pasos, un trueno resuena en la lejanía, demasiado cercana para él, que suelta toda clase de improperios al pensar que la tormenta puede descargar en cualquier momento.

No recorre muchos metros cuando, por fin, se cruza con alguien. Una persona enlutada hurga en el poste de una cerca, agazapado y de espaldas a él. Pero no es alguien, sino algo: la cola lo ha delatado. El cansancio y una vista que empieza a empobrecer, junto con la ansiedad de estar desubicado, han generado una imagen errónea. Lo que allí está agachado es un perro negro de gran tamaño, y no trata de arreglar la estaca de madera: la muerde con furia, tratando de desenterrarla o de hacerla trizas, simplemente.

Alzando la maleta por el asa, listo para rezar para que el sonido de las ruedas en el asfalto no lo haya delatado, recula despacio, sin perderlo de vista. Pero el animal ha alzado una oreja en un gesto que podría resultar cómico; a Nando no se lo parece tanto. Menos aún al volver hacia él la cabeza enorme, los ojos encendidos por la rabia de ser importunado, el hocico retraído para lucir los dientes, alguno decorado con astillas.

«Quédate quieto», murmulla, continuando con su camino. Logra perderlo de vista al tomar la curva, justo cuando ha empezado el animal ha incorporarse. Es el momento de acelerar el paso, con un sudor frío que empieza a deslizarse por la espalda. Echa un vistazo hacia atrás, y está ahí, apareciendo con un ritmo pausado, la lengua colgada a un lado, entre la dentadura. Nando vuelve a tomar una posición hacia el animal; le suena que si le da la espalda, será más fácil que lo ataque. Lo que no está seguro es si debe mantenerle la mirada o, por el contrario, si eso lo provocará aún más.

«Por favor, que llegue alguien o el chucho se largue». Sabe que no se va a marchar. Otea a un lado y a otro… y a la derecha, abajo, oculta en la linde del bosque, vislumbra una casa. El problema es que lo separa de ésta unos veinte metros de dehesa sin segar.

Lo tiene decidido: debe llegar hasta allí. Abandona la maleta junto a uno de los postes de la cerca y lo escala, tratando de no clavarse ninguna de las púas de la alambrada baja; el perro sigue acercándose, estando ya a apenas tres metros. En cuanto los pies tocan la hierba, éste lanza un ladrido, que sirve para que Nando eche a correr.

Se deja llevar por la ligera pendiente para ganar velocidad; la mochila entorpece la carrera, pero no ha querido dejarla. La ropa le da igual, pero lo que lleva en ésta no. Mira atrás, con el corazón bombeando con violencia. La bestia está peleando para pasar por debajo del filamento inferior, sin embargo, es tan grande que no es difícil que algún espino de acero se clave en la carne. Eso lo hace respirar con alivio. La casa está mucho más próxima.

El reposo dura poco.

Los ladrido le avisan de que su perseguidor ha logrado su propósito y ya corre, restando metros y robando el aliento del hombre, que ha vuelto a apretar el ritmo, con la mochila bamboleando en la espalda. Echa un último vistazo para ver la hierba apartándose hacia él, como si eso en realidad fuese agua, y el can, un tiburón.

Y entonces, sin explicación, el animal se detiene. No lo entiende, porque ya lo tenía tan cerca que podía percibir su aliento rancio. Lo siguiente ha sido un alarido de dolor, repetido hasta en tres ocasiones. Una parte, la más curiosa, la de periodista, suplica que vaya a averiguar qué está pasando; la otra, la racional, miedosa, insiste en que siga. Hace caso a la segunda, al menos hasta dejar el prado y estar a apenas unas zancadas de la entrada de la vivienda.

El perro no emite ya sonido alguno, ni se ha movido. Pero algo más, oculto en la hierba alta, sí, y se dirige hacia Nando a una velocidad aún mucho mayor que la del otro cazador.

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Capítulo 2: Sonrisas

Después del incidente en la funeraria Armesto, hoy llega el capítulo dos de este. Espero que lo disfrutéis 😉

Nando asegura la mochila entre las piernas y bajo el asiento. Aún no se cree que el cabrón de su jefe le haya dado el artículo a él en lugar de al lameculos de Pelayo. Está seguro a qué se debe: le tiene preparado algo mejor. Eso a él le da igual. Es la oportunidad que estaba esperando para despuntar, demostrar que tiene talento para el periodismo de investigación.

Conoce la mala fama de la casa Armesto por escritos que dejó su autor favorito, Moisés Ojea, quien desapareció del panorama literario, sin dejar rastro, hará unos diez años. Eso logra que su ilusión sea más próxima a la que tendría un niño al conocer en persona a su personaje de dibujos favorito.

Con los auriculares puestos y la playlist de jazz, que siempre lleva con él en sus viajes, a la hora de escribir, se prepara para un trayecto bien largo, y fructífero, espera. El jefe ha puesto excusas para no pagarle un billete de avión: «Piensa que podrás aprovechar el tiempo en el tren para ver cómo enfocar el artículo del modo más atractivo. Haz que sea impactante», le ha dicho, el muy rácano. Si esto le sale bien («¡Me va a salir bien!», se anima a sí mismo), tal vez sirva como empujón para largarse a una revista mejor, más seria, y que pague lo que se merece. Pero lo que realmente espera, lo que realmente ansía, es ser escritor. Por eso, aprecia momentos como ese, en los que puede echar mano a su cuaderno para retomar la novela que lleva casi dos años intentando concluir, pero que no ha logrado avanzar más que unos capítulos que componen la mitad de la trama.

—Disculpe.

«Maldita la sombra que…», empieza a maldecir para sí, alzando la vista de la página. Enmudece ante quien le ha interrumpido.

El hombre, que lo observa desde detrás de unas gafas de metal doradas, es impresionantemente alto; el cabello, perfectamente peinado a un lado, está a dos dedos de tocar el techo. El traje de tres piezas negro está confeccionado a medida para adaptarse a la extrema delgadez, así como la camisa, ajustada al cuello largo, donde se anuda una corbata de un azul intenso.

—El asiento —señala con un dedo esquelético y manicura cuidada—, ¿está ocupado?

—¿Qué?

El extraño alza las cejas, dirigiendo los ojos marrones, felinos, al lugar y, después, a él.

—No, claro, puede sentarse —reacciona con rapidez.

Deposita una bolsa gladstone de piel marrón en la repisa superior, que llega a la altura de su cara. Invade la butaca, dedicándole una sonrisa que le parece demasiado amplia para un rostro tan estrecho, de dientes grandes, blancos, perfectos, y cruza las piernas, con la punta del zapato reluciente apuntando al asiento de enfrente, que guarda unos pasos de distancia al suyo.

Un cuarto de hora más tarde, apenas ha logrado escribir tres líneas. No se le ocurre nada, y eso le cabrea y frustra a la vez. Si estuviese en el despacho de casa (en realidad, un trastero con un escritorio arrinconado por cajas), le gritaría a la libreta o le lanzaría unos dardos con la pistola Nerf que le gusta tener a mano. Página en blanco… Si no fuese un maltratado en su trabajo, eso no le ocurriría. Estar centrado en contentar al jefe… Cierra los ojos. Quizás, si hace unas respiraciones profundas, logre alejar el agobio y que llegué hasta él la inspiración.

—Yo no sería capaz.

La voz que antes le había interrumpido vuelve a hacer acto de presencia. El hombre alto mantiene la postura de piernas cruzadas, pero con las manos juntas y la punta de los dedos empujando el mentón afilado hacia arriba. Casi podría pensar que está imitándolo, con los párpados cerrados, las aletas de la nariz moviéndose al compás de la respiración.

—Me refiero a escribir con el tren en movimiento —aclara—. Bueno, quien dice tren, puede ser avión, coche…

—Cuestión de costumbre —responde, apretando los labio sen un gesto de clara molestia.

—No es sólo por el mareo. Me incomodaría no poder mantener la caligrafía. Además, los diversos olores, ruidos, la gente hablando…

«¿Lo dice en serio?», piensa, desviando la mirada hacia la ventana. Como ese tipo no cierre la bocaza, cogerá sus cosas y se cambiará de vagón. El tren va medio vacío, así que no habrá problema en encontrar un lugar sin nadie que quiera dar conversación sin que se lo hayan pedido.

Y es entonces cuando lo ve, en el reflejo del vidrio. Desde la hilera opuesta, alguien se ha asomado para mirarlo. Ante la falta de nitidez, parece sólo un niño con una gorra ancha, pero identifica los rasgos, porque los conoce bien: los mofletes desproporcionadamente inflados; los ojos redondos, carentes de cejas, pestañas y párpados, y la sonrisa de dientes equinos, más amplia que la del hombre que se sienta a su lado.

Nando se vuelve bruscamente, el corazón aporreándole el pecho. El vecino sigue hablando («La letra dice mucho de uno mismo. De ahí que no se pueda permitir…») y ni se percata de su reacción, echándose hacia adelante.

Los asientos del otro lado del pasillo están ocupados por una pareja de ancianos: él, dormitando; ella, trata de aclararse con su smartphone. Ningún crío entre, sobre o debajo de ellos.

Con un suspiro de alivio, se deja caer sobre el respaldo. Es imposible que él esté allí, es ilógico… Sin embargo, tres filas por delante, vuelve a ver la gorra, como esas de vendedor de periódicos de principios del siglo XX, a cuadros, cubriendo parte del cabello escaso rojizo, que deja a la vista partes de piel grisácea de la nuca. Entonces, ésta se alza por encima del reposacabezas. Rota despacio, mostrando, primero, la comisura tirante de la boca, la oreja deformada por un mordisco que ha cicatrizado, la sangre borrando el blanco del ojo. A medida que la cara se completa hacia él, Nando trata de echarse hacia atrás, hundiendo los dedos en los reposabrazos, la respiración agitada, obstruyendo la garganta.

«No es posible», trata de convencerse. «No existe».

Pero eso no es cierto. Sí existe: él lo creó.

En ese momento, el tren es engullido por un túnel, absorbiéndolo la oscuridad. Sólo queda un haz de luz deslumbrante hundido en la mirada del niño, quien la tiene fijada en el periodista.

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Capítulo 1: Arañazos

Tal y como comenté ayer, aquí os dejo el primer capítulo del relato de terror que iré subiendo, por partes, cada semana. ¡Bienvenidos a la funeraria Armesto! 🙂


El sonido le remueve las tripas, y es porque viene del interior del ataúd. Al principio, parece una especie de susurro, pero lo peor ha sido la breve carcajada intermitente, tan profunda que casi ha quedado muda por la madera. Lo que le aterra no es que un supuesto cadáver se levante (ya pasó en el 47, y en otras ocasiones también… ¡maldita catalepsia!), sino que sabe, a ciencia cierta, que la caja está vacía.

Duda si la mejor opción sería largarse de la casa o guarecerse en su dormitorio, en la primera planta. Al final, un impulso ilógico lo obliga a seguir allí plantado, bajo la escasa luz de la lámpara del escritorio.

Un nuevo rumor, como si rascasen el interior con dos raspadas rápidas y una muy lenta, le eriza el vello. Entonces, no sin temblor en las piernas, se levanta de la silla con la intención de averiguar quién está ahí. Gira la llave de la luz; la bombilla desnuda del techo no reacciona.

«Maldita sea mi suerte», maldice, tomando una linterna de latón desportillada.

—¿Quién anda ahí? —dice, sin reconocer su propia voz. Nota la boca pastosa, la lengua rebozada en arena—. Sal, si no quieres que te muela a palos.

Ni una respuesta, excepto la risa que se solapa con otra infantil, ambas desde el mismo ataúd. Este se encuentra a no más de cuatro metros de él, pero lo percibe como a cien, y no sólo eso: a cada paso errático que da, el féretro parece alejarse dos.

Se detiene para coger un atizador, cuya aspereza fría no le aporta ninguna seguridad.

—¡He dicho que salgas o te daré la tunda que no te han propinado en casa!

Dos nuevos arañazos. Engancha la linterna con los dientes por el asa de alambre. Alza los dedos de la mano liberada y los posa, apenas unos segundos, en la madera. Está caliente y emite una breve vibración. Ahora los pasa por su mandíbula, retirando la saliva que le ha salido junto a un insulto, con la dentadura prieta en el metal. No sabe qué pasa, pero, como arda la caja, no quiere pensar en el destrozo que puede hacer en su hogar, y menos en la ruina que le supondrá.

Decidido, armado de un valor ficticio, agarra la tapa y la empuja con fuerza, cayendo al suelo con un estruendo, al que se une el de la barra, que se le ha escapado de la mano al taparse la nariz. Al menos, la linterna sigue amarrada por los escasos dientes que le quedan.

El interior está vacío. Lo que sí permanece en su interior es una pestilencia, putrefacta y azufrada, sin cuerpo ni objeto alguno al que pertenezca.

«Cobarde».

La voz ha sonado a su espalda, robándole un brinco y un año entero de vida. El corazón es ahora lo único que captan sus oídos. Se agacha para recuperar el atizador, volviéndose con éste en alto para golpear sólo aire.

Contiene el llanto que amenaza por salir al revelarse ante él la habitación vacía, excepto por los otros ataúdes, bañados en sombras y oscuridad, y el escritorio mal iluminado. Y así se queda, sin darse cuenta que una mano cérea, de uñas largas y rotas, surge del féretro, como un depredador acechando a su presa desde la hierba alta, muy despacio, lista para atraparle por el cuello.


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Un nuevo propósito

Es habitual ver en las redes los propósitos que se quieren llevar a cabo para el nuevo año que se empieza. Pues yo no voy a ser menos, y uno me gustaría cumplirlo aquí, en este espacio. Por lo general, las publicaciones que muestro suelen estar relacionadas con entrevistas, actos, próximas publicaciones, podcast…, pero quiero darle un pequeño giro, un nuevo enfoque. Por eso, estoy escribiendo un relato de terror que iré subiendo aquí por capítulos, siendo mañana el día en el que os presente el primero de éstos. Próximamente, también me gustaría escribir algunos artículos que creo que os podrán resultar interesantes. Así que… ¡mañana os espero en la funeraria Armesto, donde empieza mi historia!

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Playlist

He tenido el placer de poder ver publicado un nuevo relato dentro de la revista «Club + Renfe». En el número 63 de ésta, podréis encontrar «Playlist», la historia de un viajero que encuentra un iPod Classic muy peculiar en el asiento contiguo al suyo. Aquí lo tenéis 🙂

https://clubmasrenfe.publicaciones-digitales.com/.63/#page=66