Estamos condenados a un proceso involutivo alarmante. Muchos se sorprenderán al leer esta afirmación, y argumentarán una teoría que la derrumbe basándose en cómo han mejorado nuestras vidas gracias al avance científico y tecnológico, cuando, precisamente, este último es la pala que cava nuestra propia fosa.
Y es que aunque sea innegable que internet ha permitido reencontrarse con familiares y amistades que parecían perdidos para siempre, facilitar el trabajo y las compras, etc, el hecho de que podamos tener poder de conexión en nuestras manos gracias a los teléfonos móviles nos ha alelado emocionalmente: cenas en donde no se cruzan (apenas) miradas ni palabras, conversaciones mudas a golpe de teclado, emociones simuladas con emojis y gifs, y citas para ligar en chats y ante webcams… Cosas inimaginables dos o tres décadas atrás, cuando teníamos los pies alejados del precipicio digital.
Pero, sin duda, para lo que ha sido terriblemente útil es como método para desenmascarar. Permíteme que me explique: una de las principales características de nuestra especie es la de la mimetizarse para adaptarnos y sobrevivir. Tendemos a imitar conductas para poder encajar, aunque sean totalmente opuestas a nuestras creencias y sentimientos. Por ello, personas que pueden mostrarse educadas o tímidas de una forma presencial, como usuarios de internet, escudados por una pantalla, exponen su auténtica esencia, en más ocasiones de las que nos gustaría hallar, y es bastante desagradable. Carentes de empatía y dominados por un egocentrismo que ha permanecido oculto, cabalgan por la Red como neo-jinetes apocalípticos deseosos de aportar su simiente dañina, sembrando, en mayor o menor medida, el caos.
Te pondré un ejemplo personal: a finales de 2011, publiqué una novela de terror, que serviría como inicio para adentrarme en el mundo editorial, a nivel más profesional, y decidí publicar el primer capítulo en mi página web para que lo pudieran leer aquellos que quisiesen y, a ser posible, despertar su interés. A las pocas horas, recibí la opinión de alguien a quien consideraba un amigo. Sabía que era bastante pedante, hasta el punto de que se había dedicado a diseccionar, frase a frase, la obra de autores reconocidos para criticarla públicamente y poder demostrar que no eran tan buenos escritores como querían vender editores y medios de comunicación. Así que podéis imaginar qué hizo con esas pocas páginas que subí: las vapuleó sin compasión, sin opiniones constructivas. En pocos minutos, otros internautas, que se asomaron a la web, tildaron a esta persona de vanidosa y de poco objetiva su valoración del texto. Como no quería polémicas, eliminé todos los comentarios, y ahí encendí la mecha: creó su propia campaña de desprestigio contra mí en Facebook, que en aquella época estaba en plena efervescencia, porque “no le dejaba opinar libremente”. Me llamó fascista, inculto, y un buen número de bellos apelativos, contando abiertamente que no encontraba correcto que yo pudiese publicar y él no, y menos aún que pudiese tener agente literaria. Al final, en menos de veinticuatro horas, al no recibir el apoyo que esperaba, eliminó todos sus comentarios y no volvió a dirigirme la palabra.
Como se suele decir en casos en que el monstruo que habita en nosotros decide asomar el rostro, “parecía una bellísima persona”.
Da igual que sea en asuntos culturales, políticos o del día a día: el problema en las redes sociales radica en la búsqueda del like fácil, del aplauso virtual, y eso hace que muchos crean tener la potestad para hacer lo que les plazca, sin tener en cuenta las consecuencias. Rondan por internet como meteoritos descontrolados que, tarde o temprano, impactarán, causando daños irreparables. Después, los que intentan mantener una imagen inmaculada, publicarán un post, un vídeo o un audio recitando el mea culpa, carentes de remordimientos e intentando desviar la realidad del daño, para convertirse de agresores a víctimas.
Los conocidos trolls, ahora denominados haters, porque parece sonar mejor este término, mutan dependiendo de los gustos, las tendencias y a quién se debe de atacar. Los clásicos matones/abusones de colegio ya no necesitan contener su ansia hasta llegar a las aulas para continuar martirizando a sus compañeros, cuando pueden hacerlo por Whatsapp, Twitter o YouTube, compartiendo vídeos bochornosos de sus víctimas, mofándose, insultando y amenazando, dejando una huella indeleble; los humoristas del mal gusto se burlan de colectivos abiertamente, una y otra vez, a pesar de no despertar simpatía ni carcajada alguna; los “culturetas” tildan de analfabetos a aquellos que no leen las obras que recomiendan, soltando una perorata ininteligible y fuera de lugar que, en caso de poder analizarla, no deja de ser una “panochada” sin sentido que ni ellos comprenden… Y así podríamos seguir hablando sobre este tipo de personajes dañinos, que se multiplican a una velocidad alarmante, como gremlins en el agua.
Tal vez seas afortunado y jamás tengas la mala suerte de toparte con estos psicópatas digitales, pero hay otro perfil que puede ser igual de dañiño: el cotilla. Aquí entran todos aquellos que, aunque critican que hagamos pública nuestras vidas (o parte de éstas) en internet, tienen cuentas en las redes sociales para “chafardear” a aquellos a los que critican, sin interactuar jamás con un “me gusta” o un comentario. Sin embargo, corren, móvil en mano, a padres, parejas, hermanos y otros familiares, o amigos de éstos, para soltarles un «¿Has visto qué hace tu (llamémosle X)? Mira qué fresco en la playa, en tanga. Un poco desvergonzado, ¿no?». «¡Uy, uy, uy, X está desenfrenada! ¿Encuentras normal que se vaya a cenar por ahí y se “arrambe” tanto a los demás?». «¿X no estaba tan mal de pasta? ¡Pues mira cómo despilfarra, yéndose de vacaciones!».
La solución sencilla para evitar esto sería directamente no estar presente en internet, pero en nuestra sociedad se convierte en algo bastante complicado. Así que mi consejo, ante este tipo de situaciones, es sencillo: si al final te topas con uno de estos individuos, bórralo, bloquéalo, y si la cosa no se soluciona, la opción más recomendada es la denuncia ante las autoridades.