Al adquirir una casa, ya sea de compra o alquiler, nos preocupamos en buscar posibles defectos en la construcción: problemas eléctricos, de impermeabilidad, insonorización o pavimentación, de grietas, dilatación o desnivel. Pero nos olvidamos de otras anomalías que pueden turbar nuestro día a día, hacer que la calidad de vida disminuya de un modo considerable, hasta un punto aterrador y nefasto. ¿Y si ese mal o “defecto” ha decidido permanecer oculto, acechante, vigilando mientras contemplas la televisión, comes en la terraza o duermes plácidamente, listo para abalanzarse como un tigre famélico en el momento más inesperado y de mayor vulnerabilidad? No nos detenemos a pensar que algo que puede escapar de nuestra lógica es el encargado de alterar nuestro hogar, algo que podría ponerle la popular etiqueta de casa encantada.
Tal vez el cine, la literatura y el folklore tengan parte de culpa al imponer una imagen con la que relacionamos a este tipo de viviendas: la de caserones antiguos, muchos abandonados, con largos pasillos, habitaciones siniestras que parecen replegarse sobre uno mismo, y un pasado terrible que todos parecen conocer, menos los inquilinos. Ahí reside el principal error, porque estos edificios tienen la facilidad de mimetizarse hasta pasar inadvertidos, ya sea en una fabulosa urbanización, un idílico hotel de montaña o un reputado internado en el extranjero. Y lo mismo sucede al generalizar y pensar que siempre es cosa de fantasmas. Es cierto que pueden ser contenedores espectrales, pero también portales a otras dimensiones (tanto de entrada como de salida), víctimas de maleficios, proyectores del pasado, construcciones en terrenos inapropiados, o parte del imaginario colectivo que intensifica su poder bajo la influencia del boca-oreja.
Sea lo que fuere, tal vez estás viviendo en una y, mientras lees esto, vayas atando cabos. Entenderás que los pasos que has escuchado en el desván no tienen por qué tener dueño; que los susurros de la chimenea no están relacionados con corrientes de aire; que la sombra que se perfila en el pasillo, aunque humana, no posee patrón original; que el reflejo en el espejo del baño no acaba de concordar con el tuyo; que siempre haya un estruendo espantoso en la cocina, aunque, al llegar a ésta, todo esté en orden; o que los animales eviten a toda costa entrar en el jardín. Entonces, puede que corras en busca de una solución, de un experto que trate de dar una explicación, de purificar cada estancia, de practicar un exorcismo que expulse lo que allí mora, pero piensa que no siempre es efectivo. Es como en esos casos en los que se cae un bote de pintura y ésta se derrama por completo: por mucho que la limpies, siempre quedan gotas ocultas imposibles de encontrar, y de borrar. Y si el planteamiento, como solución final, es el de abandonar el lugar, ¿quién dice que el mal no esté en ti, o contigo, y que te seguirá allá donde vayas, para que no descanses jamás?
Lo queramos o no, las casas embrujadas existen, y respiran, sienten y, en el peor de los casos, muerden.
Si te apasiona este tema tanto como a mí, te invito a que te adentres en mi libro «Anatomía de las casas encantadas«.